I
El destino no existe. Sólo la prehistoria conforma la historia. Un músico de veintidós años se mira el alma en Boston.
De Borges aprendimos que lo que llamamos Destino no es sino un intrincado laberinto de causas y efectos y que está tan finamente hilvanado que nuestra pobre inteligencia no puede –y quizá tampoco debe- seguir cada paso, cada sinuoso meandro, cada curva invisible. Por eso sólo percibimos un resultado insólito; el asombro, el prodigio, un milagro final y cierto.
Para explicar –o, al menos, para intentarlo- el milagro musical que representa el disco Astral weeks de Van Morrison, sería necesario remontarnos a Belfast en 1945 e ir siguiendo, segundo a segundo, a este músico hasta Nueva York en 1968, donde se obró el milagro. Sin embargo, creo que el centro aglutinante podemos encontrarlo hurgando en la mísera habitación de un hotel de Boston, en los meses que antecedieron a la grabación, después de la muerte en diciembre de 1967 de Bert Berns (productor y compositor, entre otras, de Under the boarwalk, Twist and shout y Here comes the night).
Tras la aventura de Them, jóvenes y airados, y tras rescindir el contrato que había firmado con Berns y con Bang Records, Van Morrison se refugia en esa habitación del hotel de Boston y allí, en un peregrinaje hacia sí mismo jalonado por las llanuras heladas de la embriaguez, en la alta madrugada, llamaba a una emisora de radio local para pedir canciones de John Lee Hooker. Creo que fue precisamente allí donde sucedieron, antes de grabarse, las canciones de Astral weeks. Fue precisamente allí donde un Van Morrison de 22 años, en frente de esa luz blanca que dicen que hay tras las llanuras heladas de la embriaguez, se vio el alma por primera vez, y ya para siempre. No podemos olvidar que la imaginería y el mobiliario de los años finales de los sesenta y los primeros años de los setenta fueron muy propicios a esos encuentros donde un viajero, un huésped de motel, un música, un escritor, tropezaba, se daba de bruces con su propia alma y, de un solo golpe, contemplaba toda la miseria y toda la gloria que escondemos entre sus pliegues arrugados y milenarios. Cómo olvidar, por ejemplo, aquel inicio de París-Texas en el que Harry Dean Stanton, que también se ha visto el alma, sus barranqueras y abismos, camina por un paisaje desierto mirando como sólo mira el que se ha visto; luegro, tras ese milagro, la película reconstruye esos hilos invisibles que tejen las causas y los efectos a los que me refería en el comienzo. Van Morrison se vio en Boston, en 1968, meses antes de grabar Astral weeks en Nueva York y de iniciar, así, ese recorrido por el paisaje, mísero y glorioso, de su alma.
Astral weeks es una mirada calidoscópica donde se relatan la serie de imágenes que van a dar forma a una Leyenda. Ni Nueva York ni Belfast, sino exactamente por encima de ellas, arriba, desde donde se va a poder percibir estas semanas astrales. El propio Van lo dice en Beside you, la segunda canción del disco: “Adivino que estás satisfecha / asciendes y el cielo desciende: / calidoscopio.” Y es esa mirada la que destroza, desde la primera nota del disco, la Historia para construir la Leyenda: pasado, presente y futuro se mezclan en las canciones para abolir el tiempo. Aunque se describan minuciosamente lugares y ambientes, éstos sólo existen en otro lugar y, claro, en otro tiempo: en el lugar y el tiempo de la Leyenda. Por eso, Eduardo Jordá (autor de un libro soberbio sobre Van Morrison) no pudo encontrar la Cyprus Avenue; por eso es imposible adivinar la identidad de Madame George, ese viejo que dejaba –y sigue dejando- en el aire la mezcla de un perfume dulzón; por eso no sabremos nunca quién es ese joven, cargado de jazz y poesía, que aparece en Ballerina y que ama a una muchacha tan suave como la nieve; por eso Little Jimmy y Flecha rota no están, aunque habiten en todos nosotros. “En otro tiempo, en otro lugar” dice Morrison en la canción que da título a disco; o “Miraré cómo ascienden los barcos / sobre el océano azul y los cielos del mañana / y nunca, nunca, nunca volveré a ser tan viejo” en el tema Sweet thing. Esa negación del espacio y el tiempo, para crearlos de nuevo y convertirlos en Música, conducirán más tarde a Van Morrison hasta Avalon, hasta Caledonia, donde la Leyenda terminará convirtiéndose en Mito.
Dos días de 1968 contemplaron cómo nacían estas semanas astrales, en unos estudios de Nueva York, producido por Lewis Merenstein y arreglado por Larry Fallon, con músicos de estudio que también supieron avivar el fuego eterno de esta Leyenda. La simbiosis fue perfecta; cada nota, cada canción, el disco entero, rezuman una conjunción mágica en la que la Música, su poder, prevalece por encima de todo.
Aunque anecdótico, hay que señalar que Astral weeks aparece en todas esas absurdas encuestas de los mejores discos no sólo del año en el que fue publicado ( de 1968 hay que recordar también The songs of Leonard Cohen, Beggar’s banquet de los Rolling Stones, The dock of the bay de Otis Redding, Mr. Fantasy de Traffic, John Wesley Harding de Bob Dylan o The midnight mover del mismísimo Wilson Pickett, que tanto ha inspirado a Van Morrison) sino en las listas de los sesenta, de los mejores diez, cien o mil de la historia de la música. También la crítica ha sido unánime e incluso se ha hablado del “mejor debut de la historia” y de que un disco tal ha perjudicado la carrera posterior de Van Morrison.
Dejando a un lado el alma de la leyenda, las canciones, los órganos vitales del disco, ratifican todo lo anterior. Se ha hablado de las corrientes, visibles e invisibles, que nutren la música de Van Morrison: claro, el blues, el soul, el jazz, el tradicional espiritual negro, el folk, el country, el rock. Todo, en definitiva, está en Astral weeks y en la discografía posterior de Van Morrison. A pesar de estos matices, y como recuerda Eduardo Jordá, en este disco se inaugura el “sonido van morrison”. Es cierto que algunas canciones podemos clasificarlas como folks, otras como jazzísticas e incluso en otras, si agudizamos el oído, podemos descubrir las notas clásicas de un blues soterrado. Pero el cuerpo que sirve de refugio al alma, es el fuego de la medianoche donde se esconde la Leyenda. No podemos definir estas canciones porque la música que contienen no está aquí, sino en otro tiempo y en otro lugar.
Lo que sí podemos hacer es observar la arquitectura minuciosa del sonido, el modo en que la canción rellena el silencio. Hay dos elementos primordiales que subrayan la leyenda casi continuamente: uno es la flauta de John Payne y otro la voz del propio Van Morrison. La flauta, en los pasajes en los que aparece, presta su sonido a la Leyenda, la nutre y es el elemento de cierre de todo el disco. La construcción de las canciones es perfecta y en todas hay una orfebrería preciosa y precisa: las curvas de las guitarras, apuntillando o acompañando; las cuerdas deslizándose como una niebla o gritando, chirriando; la batería de Connie Kay (del Modern Jazz Quartet) resaltando lo que la voz y los otros instrumentos están diciendo. De otro lado, Van Morrison susurra, acaricia, grita, chilla, aúlla, ronronea, canta, en definitiva, con el alma, pero también con las tripas.
Así, Astral weeks (la canción que da título al disco) se construye con el nacimiento y consecutivamente el certificado de defunción de las cuerdas. Las ráfagas nerviosas de la flauta no son sino el oxígeno para que suceda esta combustión que alimenta la leyenda.
Sweet thing, part del inicio de una guitarra sola, a la que se une el bajo y más tarde la precisión, con cierto aire jazz, de la percusión, para terminar con las cuerdas cumpliendo con la función que tendría un riff furioso de guitarra, y va creciendo de nuevo con la intermitencia de la flauta y la voz de Morrison, que termina gritando “sugar baby”.
Cyprus Avenue, con la falsa calma del clavicémbalo, la flauta y el violín, también va creciendo, tensándose, hasta que la flecha de la voz nos atraviesa irremediablemente el centro del corazón.
The way young lovers do inaugura lo que más tarde será tradición en la música de Van Morrison: el viento metalífero de saxofones, trompetas y trombones apuntalando, también a ráfagas, con pequeños y casi imperceptibles sostenidos, una canción monumental.
Madame George, con un desarrollo de casi diez minutos, cobija la vieja historia de ese viejo travestido y pasa, sucesivamente, de la lírica a la épica y de ésta a la dramática. El momento en que Morrison modula la voz y el alma jugando con la palabra love es sencillamente una delicia, una joya esculpida por los trinos de un violín tan diabólico y entrañable como la propia Madame George.
Ballerina, tras un confortable inicio, tejido por el contrabajo y la guitarra, desemboca en el cráter de ese volcán que Van Morrison debe tener en la garganta porque justo en mitad de la canción, cuando han transcurrido tres minutos y medio, tras anunciar su aquiescencia en un tono bajo, all right, comienza un desfile de gritos, subidas, bajadas, sacudidas vocales que tienen su momento más bello cuando Morrison canta que llega un hombre que dice justo aquello con lo que años más tarde se despediría Freddie Mercury: “el espectáculo debe continuar”.
En Slim slow slider podemos comprobar cómo la flauta, centro aglutinante, elemento de cierre, en este disco no la toca un música, sino la propia Leyenda y en los últimos segundos del disco termina desapareciendo entre disonancias resaltadas por la percusión y la guitarra, inquietantes.
He dejado para el último lugar la segunda canción del disco, Beside you, porque representa para mí un enigma. Creo que me persigue desde que la oí por primera vez y creo que me perseguirá siempre. De ella aprendí que todo lo bello duele, quema, destroza, arrasa. En ella se unen para siempre, como quizá en ninguna otra canción, la ternura y la desolación. Sobre la alfombra de una aparente canción de amor, Van Morrison se revuelca, estoy seguro, viendo lo mismo que vio en aquel hotel de Boston, pero que también vio antes, porque en la búsqueda de un sentido a este enigma, me di de golpe con una versión grabada en la época de Berns, que aparece en España en un disco editado con el nombre de T.B.Sheets, en el que aparte de comprobarse que Van Morrison había escuchado los magistrales Highway 61 revisited y Blonde on Blonde, de Bob Dylan (ohh, aquella guitarra de Bloomfield, aquel órganos de Kooper) la versión primeriza de Beside you es, si cabe, más enigmática, más oscura y más desolada, casi o más tierna.
A lo largo de más de cinco minutos Van Morrison une inescindiblemente el júbilo y el dolor con una intensidad muy difícil de superar. Las dos versiones son una especie de blues desdibujado y, como dice Eduardo Jordá, un auténtico “cante jondo”. Se unen de esta manera las raíces de todas las músicas para dar forma al tronco común del alma, el sentimiento, la pequeña o gran verdad de una forma de cantar y de rasgar la guitarra que, a partir de ahí, nos va a perseguir para siempre porque llega al centro geométrico del alma y es nuestra propia alma, claro, la que terminamos viendo mientras oimos esta canción, mientras Van Morrison grita y sigue gritando “beside you, beside you” y se unen, en el torrente de su voz, toda la miseria y toda la gloria, toda la ternura desbordada, todo el dolor desbordado mientras nosotros, atónitos, asistimos y volvemos a asistir al milagro, y comprendemos y nunca preguntaremos por qué, como canta Morrison en la canción, no, nunca lo haremos, porque la Leyenda ilumina para siempre este milagro bello y doloroso. Y nosotros, que escuchamos y vemos, nunca volveremos a ser tan viejos.
Dejo, claro, Beside you:
También este vídeo con una interpretación de Madame George en 2001. La toma no es buena, tampoco el sonido, pero la fuerza de la canción es apabullante.
(Esta entrada, con ligeras modificaciones, se publicó en 1993 en el fanzine Música en blanco y negro con el título: "Veinticinco años de un milagro: las semanas astrales de Van Morrison)
Gracias, es una magnífica forma de comenzar este sábado, previo a las fiestas del corpus (atentado contra la moral y las buenas costumbres), que se dibuja gris y templado, de momento. Vale, añadiría Lauzier.
ResponderEliminarGracias, mantengo una deuda de gratitud contigo que jamás podré saldar. Deuda que contempla, entre otras partidas, aquella tarde que llegaste a la facultad, nervioso, con un cd rogándome que lo escuchara. Y después vinieron mas, muchos mas . . . y algunos conciertos, con post gloriosos.
Han pasado casi veinte años, y VAN se ha convertido en la banda sonora de mi vida, en mi tabla de salvación.
Tu haces referencia a una de sus primeras grabaciones, yo lo intentaré con una de las últimas, y con una canción, Till I Gain Control Again, tocada en Nashville, popularizada por Emmylou Harris. La letra no es de Van, es de Rodney Crowell y, para enlazar con “esa luz blanca que dicen que hay tras las llanuras heladas de la embriaguez” citar las palabras finales
I only hope that you can hold me now
Till I can gain control again
[Solo espero que me retengas ahora
hasta que vuelva a ganar el control sobre mi mismo]
que canta como un niño embarracado, pidiendo ayuda.
Os podéis descargar un clip de la actuación:
http://beta.yousendit.com/transfer.php?action=download&ufid=9B8091386DCA3F18
Qué maravilla, Nico, has conseguido emocionarme; la deuda de gratitud la tengo yo contigo y por muchísimas cosas. Lo que más me cuesta pensar es que hayan pasado casi veinte años desde la facultad.
ResponderEliminarEn todo caso, muchas gracias por la actuación y por poner el post al día. Te veo hecho todo un experto en el verbo yusenderizar.
Un fuerte fuerte abrazo.
grrrr, Nicolinni, que ha caducado el enlace, aunque creo que lo tengo e intentaré subirlo de nuevo.
ResponderEliminarSorry, sorry . . . estoy un poco torpe. Debe ser que como yo no me he visto en frente de esa la luz blanca que dicen que hay tras las llanuras heladas de la embriaguez . . . y, lo que es peor, no creo que me vea nunca.
ResponderEliminarHola, soy Sergio Holmes. Muchas gracias por visitar mi blog; y gracias también por dejarme descubrir el tuyo. Ten por seguro que no será la última vez que pase por aquí.
ResponderEliminarSaludos
gracias, sergio; un saludo :)
ResponderEliminar