miércoles, abril 29, 2009

La vista desde Castle Rock, de Alice Munro

Recuerdo que hace ya algún tiempo, a raíz de una entrada en el blog de Miriam, se comenzó, en los comentarios, a contar las historias de nuestros abuelos, saltó un tiempo muy cercano al nuestro, pero remotísimo por los olores y los hechos, por unas vidas muy diferentes a las nuestras.

Bastaría con remontarnos a cincuenta años atrás, o mejor, cien, para tener una novela ya entre las manos, pero, claro, habría que escribirla y dar forma a lo que nos ha llegado a través de historias de sobremesa, fotografías, recuerdos... Y tener una novela en las manos no es una novela, desgraciadamente.

Es justo eso lo que ha hecho Alice Munro (Wingham, Ontario. 1931) en La vista desde Castle Rock, uno de los libros más apasionantes que uno puede echarse a los ojos y al alma en estos últimos tiempos.

Munro quiere saber de los suyos y para eso se remonta hasta el Valle de Ettrick, en Escocia, al sur, creo, de Edimburgo, donde vivió, antes de emigrar a América, su tatarabuelo, William Laidlaw. Y desde allí, de una tierra con hartazgo de pobreza y superticiones, se embarca hasta la tierra prometida, desembarca con ellos, los ve luchar, crecer, asiste al nacimiento de las generaciones sucesivas y termina en 2004, cuando la propia Munro va a conocer el lugar donde murió su tatarabuelo.

El libro, construido a base de relatos, es un prodigio. Uno no sabe cómo, pero las historias te calan como una lluvia eterna. Parece que los seres que deambulan de un continente a otro, que recorren los caminos novísimos de Canadá, hubieran estado siempre a nuestro lado. Memoria, piedad y pasión, sí, como quería Faulkner. Se podría hablar, y me gustaría, de la diferencia entre la concepción de este libro de Munro, y el gran libro de la memoria de Faulkner, Absalom, Absalom, como en ambos casos el narradador, perdido, no cuenta lo que vio o vivió, sino lo que otros han oído de lo que otros vivieron. No los hechos, la memoria de los hechos, o mejor: la memoria de la memoria de lo que fue, una de esas ventajas, geniales, que tiene la narrativa cuando realmente cuenta.

No se pierdan este libro; es una absoluta joya.

Ya dejé en este artefacto un ligero extracto, hermosísimo (enlace)

Pongo un par de extractos del final que extraigo del soberbio blog Últimas Páginas (enlace)

Podría seguir investigando. Es lo que hace la gente. Una vez que han empezado, siguen cualquier pista. Gente que apenas ha leído en toda su vida se sumerge en documentos, y algunos que a duras penas habrían sabido decir en qué año empezó y acabó la Primera Guerra Mundial sueltan a diestro y siniestro fechas de siglos pasados. Estamos hechizados. Ocurre sobre todo en la vejez, cuando nuestro futuro individual se cierra y no podemos imaginar el futuro de los hijos de nuestros hijos, a veces incluso nos cuesta creer en él. No podemos resistirnos a revolver de este modo en el pasado, cribando las pruebas no fidedignas, vinculando nombres dispersos y fechas y anécdotas inciertas, aferrándonos a los hilos, insistiendo en unirnos a muertos y, por lo tanto, a la vida.

(...)


Ahora todos estos nombres que he estado reuniendo se relacionan con las personas vivas en mi mente, y con las cocinas perdidas, el lustroso borde niquelado en los amplios fogones de presencia dominante, los escurrideros de madera verde que nunca se secaban del todo, la luz amarilla de las lámparas de petróleo. Las lecheras en el porche, las manzanas en el sótano, los tubos de las estufas atravesando los agujeros del techo, el establo calentado en invierno por los cuerpos y el aliento de las vacas: esas vacas a quienes todavía hablábamos con palabras que eran corrientes en los tiempos del rey que rabió. “¡Sus! ¡Sus!” El salón frío y encerado donde se ponía el ataúd cuando alguien moría.

Y en una de esas casas -no recuerdo de quién-, una cuña mágica para sostener la puerta, una gran concha de nácar que yo reconocía como un heraldo venía de cerca y de lejos, porque podía acercármela al oído -cuando no había allí nadie para impedírmelo- y descubrir el tremendo latido de mi propia sangre.


Y les dejo a los que otros han dicho, mucho mejor, sobre este libro:


El tacto de un billete falso: (enlace)

En Ojos de papel se puede leer el prólogo completo y un relato entero (enlace)


Por mi parte, queridos niños y niñas, me tomo un respiro hasta el lunes. El festivo del viernes no me llevará a ninguna parte, pero dejaremos a Alice Munro hasta el lunes. Gracias por su generosidad. Un abrazo y muchos besos.



Hace un año y un día: Páginas amarillas (y XIV): Vivo

Hace un año: Un poema de Luisa Castro


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5 comentarios:

  1. Anónimo8:15 a. m.

    Por lo que cuentas me parece que me tiene que gustar. Me voy a regalar el libro porque no tengo nada que echarme a la vista. Descansa el puente. Un beso.Mam.

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  2. Me apetece este libro, y después de tu entrada, más.

    Ahora mismo estoy con un textio breve de Jack Kerouac, Satori en París. Él también viaja a París y Bretaña para indagar en los orígenes de su apellido, pero es una expeciemcia totalmente distinta a la que tú nos traes hoy aquí. En cualquier caso me lo estoy pasando en grande.

    Disfruta del respiro del festivo. Yo pienso DORMIR MUCHO MUCHO.

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  3. Anónimo11:06 a. m.

    JO, yo también quiero dormir mucho, mucho!!! no tengo tiempo de nada, pero bueno, al menos un beso. Cuti

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  4. Aunque ya no tengo huecos por donde escribir en ella, otro que va a la lista de mis deseos...
    Un supersaludo

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  5. Josep Maria Nogueras2:14 a. m.

    Hola Enrique: bravo por la recomendación. Todo lo que he leído de Alice Munro es muy bueno; sin duda es uno de mis narradores de referencia...
    Un abrazo

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