Lo que dura un beso, de Alberto García Alix
Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para soltar las riendas de la verdad dentro de nosotros, para demorar la noche, para trascender la muerte, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.
Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de los choques de autos, en la paz de los bosques sumergidos, en la excitación de las playas de vacaciones cuando están desiertas, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de muchos pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.
Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en la fatiga del tiempo, en nuestra búsqueda de un tiempo nuevo dentro de la sonrisa de las azafatas en los ómnibus de larga distancia y dentro de los ojos cansados de los hombres que controlan el tránsito en los aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en el propósito asesino de la lógica.
Creo en las adolescentes, en cómo se corrompen a sí mismas por la posición que adoptan sus largas piernas, en la pureza de sus cuerpos desarreglados, en los vellos púbicos que dejan en los baños de los moteles más infames.
Creo en el vuelo, en la belleza de las alas y en la belleza de todo lo que ha volado siempre, en la piedra arrojada por un chico con la misma sabiduría de los estadistas y de las parteras.
Creo en la delicadeza de los bisturíes quirúrgicos, en la ilimitada geometría de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la charlatanería de los planetas, en la repetitividad de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y en el aburrimiento del átomo.
Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.
Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.
Creo en la historia de mis pies.
Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes.
Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y en el triunfo de la imaginación. Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento. Creo en el dolor. Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.
Creo en todas las excusas. Creo en todas las razones. Creo en todas las alucinaciones. Creo en toda la rabia. Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.
Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.
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